16 diciembre 2007

mi ciudad: vitoria-gasteiz


Como cada mañana, entre la niebla y el despertar del día, aparecen los rasgos de cada edificio, de cada torre de mi ciudad, mientras camino, las manos encogidas por el frío en los bolsillos, hacia el edificio donde trabajo.

Entro en las calles medievales, la luz de algunas farolas me iluminan el pasado de ocho siglos que me salen al encuentro. Entro por la calleja que da la vuelta a la iglesia de San Pedro, puedo imaginar las gentes de hace seiscientos años, acudiendo con miedo, con prisa a la iglesia donde se reúnen los nobles bien vestidos y los pobres con harapos, atrás, de pie. Pero todos pasan por la misma puerta, entran bajo la imagen imponente de la Virgen, sonriendo, y las imágenes de los doce apóstoles, pintadas de vivos colores, bajo el tímpano lleno de figuras bellamente esculpidas en la piedra. Todos huelen el incienso que disimula los olores de una ciudad medieval.

Avanzo por el cantón, dejo a un lado casas blasonadas, con escudos de familias que ya no existen, con ventanas donde puedo imaginar a los propietarios de la casa, comentando los avatares de los que pasan por la calle Herrería, con sus carros cargados de fardos de lana o con sus caballos cansados de avanzar en el duro invierno en la ruta que unía Castilla con el norte de Europa, o peregrinos curioseando entre las calles…

Subo a lo alto de la colina, donde se asientan las calles más viejas, palacios renacentistas de familias poderosas que tejieron sus moradas para vencer al tiempo, para dejar sus huellas a un paseante del futuro que se preguntará algún día por aquellas gentes, sus problemas, sus anhelos, sus amores y sus cuitas… que imaginará mientras camina entre la niebla y el frío, que camina seiscientos años atrás y ve salir del palacio una carreta, unos personajes que inician un viaje, mientras saludan a quien se encuentran en la calle.

Tuerzo a la derecha y las siluetas de otras dos torres, de San Miguel y San Vicente, se entremezclan con las paredes de otros palacios y de casas más humildes, más modernas, menos casas. El empedrado de la calle me va marcando el camino, busco la protección de las casas contra el viento, contra la lluvia y voy llegando al trabajo. Al fondo la torre de la catedral, su plaza y su fuente se perfilan contra el cielo, aún negruzco, de la noche, raso y sin nubes.

Enciendo el ordenador y le Edad Media se esfuma, comienzo otro nuevo día de trabajo. El abrazo entre el pasado y el presente, en mi imaginación, produce un destello en el negro de la noche, entre las pocas estrellas que titilan en el cielo. Vuelvo al presente y tecleo mientras miro la pantalla, mi clave personal: “Me encanta mi ciudad, me encanta Vitoria-Gasteiz”