19 octubre 2006

un cuento para los sobrinos más pequeños


un cuento para los sobrinos más pequeños y para los amigos-as más grandes.

Para acabar este día de otoño, qué mejor cosa que un cuento para todos-as, aunque la imagen de los cuentos siempre será unos niños-as alrededor del que lo cuenta.

“El arroyo y el tiempo”.

En un país, sin que importe demasiado cuál, vivía un niño, o niña, tampoco tiene la más mínima importancia, en una casa de montaña y cerca de la misma existía un arroyo al cual acudía de vez en cuando a jugar, a lanzar piedras, a saltar o a bañarse con sus amigos.

Eran tiempos sin prisa donde cada momento era independiente de los anteriores y de los siguientes. El niño y el arroyo transcurrían sin prisa por el paisaje.

Creció el niño y se fue haciendo mayor. Empezó a experimentar inquietud por ver dónde empezaba y acababa el arroyo y solía correr por las orillas del mismo hasta el nacedero donde empezaba y hasta el río grande donde acababa.

Cuando quería llegar al final del río y encontrarse con otras personas jóvenes como él, el arroyo le parecía demasiado lento y quería que fuese más rápido, que no se demorase entre las piedras y en los recodos.

Saltaba de piedra en piedra, de orilla a orilla cuando podía y acortaba el camino hasta su destino.

Siguió creciendo y llegó a una cierta madurez. Sus cabellos empezaron a escasear y las preocupaciones, los trabajos (tenía que llevar cosas de las huertas hasta el final del arroyo), las gentes que con él vivían, le mantenían ocupado y preocupado.

Trataba de disfrutar del arroyo mientras caminaba, pero el río seguía su curso imperturbable. Le hubiera gustado sentarse en cualquier recodo, sobre cualquier piedra, pero las obligaciones le impedían el parar, debía continuar hasta el final y acabar sus obligaciones.

Cuando regresaba hasta su casa, hubiese deseado que el arroyo bajase más despacio, poder disfrutar de pequeños altos en sus quehaceres, pero no era fácil, siempre había algo que hacer y el arroyo no se paraba.

Una tarde, al volver hacia casa, se encontró con un amigo de la infancia, cuando todo parecía una sucesión de momentos independientes y se sentaron un rato junto al arroyo. Charlaron, se preguntaron y contestaron, y parecía que el arroyo no se moviera. Estaba anocheciendo y sintió lo bien que estaba por dentro, aunque el arroyo no se había detenido, él había sentido que casi lo había conseguido. En su interior el arroyo se había remansado, habían desaparecido sus prisas y sus saltos.

Se prometió a sí mismo parar de vez en cuando en ese u otro recodo y dedicarse a escuchar el bosque, los cantos, el silencio, su respirar y sus pensamientos, salirse del rápido discurrir de todos los días.

Pero no era fácil, no encontraba tantos momentos. Fue aprendiendo y encontrando con más facilidad cada vez esos instantes.

Nuestro personaje siguió creciendo, sus cabellos eran cada vez menos y su cuerpo iba encorvándose; sus andares, cada vez más lentos, le llevaban al arroyo, sin obligaciones, y volvía a sentir su transcurrir de nuevo como momentos independientes. El agua estaba hoy aquí, mañana allí, no importaba, lo importante era que siguiera su curso.

Solía llevar a su nieto pequeño en alguno de sus paseos y sonreía bajo la sombra de algún roble, mientras el pequeño lanzaba piedras, saltaba al agua, al transcurrir sin tiempo del agua. También veían pasar de vez en cuando a algún vecino más joven, casi sin tiempo para saludar, buscando el final o el nacer del arroyo y esperaban al atardecer la vuelta de su hijo, de sus idas y venidas.

Un día, se sentaron juntos a observar los últimos juegos del niño, antes de volver a casa y mirando a los ojos del hijo, que observaba y le decía al nieto que era tarde, que tenían que volver a casa, le pidió que estuviera tranquilo, que la prisa no les iba a hacer ganar tiempo. De repente, le pareció que el arroyo se detenía, que dejaba de correr. Encontró una lágrima en los ojos de su hijo y de su nieto. No veía ya el arroyo.

Ese día volvieron solos a casa nieto e hijo. El abuelo se había fundido en el arroyo que, como siempre, continuaba con su eterno transcurrir, entre los montes, hacia otro río.

Este cuento forma parte de una obra de teatro para ser leída:
"Historia de mi vivir (teatro para sentir)" Modesto Amestoy
escrita entre enero y mayo de 2004.
Modesto 19 octubre 2006

1 comentario:

Marisa dijo...

Gracias por ese cuento, bello, real...me he sentido muchas veces como el abuelo, y quiero aquietar las aguas para disfrutar de los juegos de luces en la superficie.